martes, 16 de septiembre de 2008

JORGE NAVAS

La señora de los televisores. Video. 2002-2005
Esta mujer merecía estar en las Ficciones de Borges. La señora de los televisores –una anciana maravillosa de Santa fe de Antioquia– bebe todos los días jugo de naranja con panela y para endulzar el café –y mantener su fulgurante salud de hierro– no utiliza azúcar sino dos cucharadas de naranja agria. Nunca, nunca, jamás de los jamases, –dirá–, ha tenido tos ni gripe y se mantiene sana y fuerte como sus dos hijos, dos cuarentones que no salen de su casa, no saben lo que es el trabajo y se mantienen robustos y rozagantes, sin hijos ni mujeres y matan las horas en su laberinto, una casa de pueblo con muchas camas, con juegos de mesa, con un dominó, con un bingo, con una baraja de naipes españoles y una serie de revistas, “tenemos cajas”, dirán, que compran por unos pesos y les proporcionan crucigramas y fabulosas sopas de letras para más horas de ocio.

Pero además –esto es lo más interesante– tienen tres televisores que funcionan al mismo tiempo, todo el día, todos los días, en un mueble habilitado para los tres. Un televisor es para la antena parabólica, otro para el vhs y otro para los canales nacionales. Su sobrino, otro gordito de la estirpe, “el hijo de mi hija”, no pestañea frente a las tres pantallas, ¿qué ve? Los tres emiten imágenes distintas, pero los cuatro personajes viven en un mundo estático, imposible. “Yo creo que mis hijos son como el papá”. La mujer cuenta que su esposo era un hombre de 51 años que se casó con ella cuando tenía 19 o 18 años, “antes no había tenido novia”. El viejo, su marido, nunca le dijo nada, nunca le reprochó nada, nunca peleó con ella y la dejaba salir todos los días y tener amigos y amigas, “pero nunca hacía nada malo”. Ni bueno ni malo: simplemente no hacía nada. Y durante un tiempo tampoco hizo nada en Venezuela. Y todavía no hace nada. Ni ella ni sus hijos. Tiene una pensión de su marido muerto y con eso le basta para mantener a su familia, “que van a trabajar”, dice con un gesto displicente, “¿para qué?”. No tienen demasiados lujos, pero la mujer tiene una serie de obras de arte inquietantes y ella no sabe que son arte, además de los tres televisores en eterno funcionamiento, en el comedor hay una instalación de discos de acetato sobre la pared, ¿cuándo decidió colgarlos como cuadros?, me pregunto, ¿por qué lo hizo?, hay varias lámparas de diseños imposibles que podían estar en un museo art déco. “Mire”, dice, “se prenden con tocarlas”. Y hay montaje fotográfico que enseña con orgullo: toda su familia puesta en forma de pirámide, con el patriarca muerto en el centro, “¡como quería a mi viejo!”, dice la mujer acariciando la foto.

Lo más increíble de todo es que nadie sabe el nombre de la señora, o el de sus hijos, o el del nieto gordo embobado frente a los televisores. Jorge Navas, el autor de esta obra documental, por la que me atrevo a decir que García Márquez pagaría un Nobel para replicarla en un cuento, grabó a la mujer durante un festival de cine en Santa fe de Antioquia; el día de descanso del festiva, Jorge no tenía nada qué hacer, salió a dar una vuelta con Felipe Aljure y en una parada dictada por el azar, empezaron a hablar con la mujer en la puerta de su casa, rápidamente atravesaron el umbral y con la cámara de video encendida entraron en este laberinto existencial, luego Navas olvidó su nombre y el de sus hijos, pero quedó el documento y el material necesario para editar esta desconcertante obra de arte, y la pregunta que queda en el fondo es: ¿qué habrá pasado con esta familia? Yo rezo a los dioses para que sigan felices y vagos y para que algún día obtengan una copia de este trabajo y añadan un televisor más a su sala. Lo van a disfrutar.