martes, 16 de septiembre de 2008

Bogotá es un laberinto, y la única forma de recorrerla y dominarla es con los cinco sentidos; Felipe Londoño atrapó los sonidos de la ciudad en una serie de calidoscopios en los que retumban el ruido de las retroexcavadoras y las campanas celestiales de los vendedores de helados. Fernando Quiroz escribió un fabuloso texto en el que destilaba los olores de Bogotá, y Carlos Salas, en un ejercicio tan poético como el texto, logró hacerlos visibles en una obra en la que flotan olores tan representativos como el de las semillas de eucalipto con las que juegan los niños. En el libro hay otras pistas para encontrarle nuevas salidas al laberinto bogotano: los objetos insignificantes que adornan sus calles, como tapas de gaseosa o picos de botella, los sabores del Pacífico colombiano o el asfalto en el que duermen los desplazados. En el libro están las pistas, son cinco artistas, cinco escritores y cinco fotógrafos. Los desgraciados que murieron a manos del Minotauro en el laberinto de Creta nunca tuvieron tantas pistas.


Fernando Gómez